Leyendo un libro de reciente aparición, me he acordado de la obra más célebre del preso tal vez más conocido del campo nazi de Auschwitz, “El hombre en busca de destino”, del psiquiatra austríaco Viktor Frankl, discípulo de Freud y fundador del método psiquiátrico curativo de la logoterapia. Él piensa que nuestro mundo padece de un vacío existencial caracterizado por la falta de sentido.
En otra de sus obras, hablando del sentido del sufrimiento, Frankl citaba la carta que le escribieron algunos presos del penal de Florida, después de leer sus libros: “He encontrado el sentido de mi vida ahora, cuando estoy en la cárcel, y sólo tengo que esperar algún tiempo, hasta que tenga la ocasión de repararlo todo, de hacerlo todo mejor”. (..) Y el preso número 552-022 me escribe: “Querido doctor: Durante los dos últimos meses un grupo de presos hemos leído sus libros y escuchado sus cintas. ¡Qué cierto es que también en el sufrimiento se puede encontrar un sentido…! De alguna forma, mi vida ha comenzado ahora. (..) Aquí, en la prisión, rodeados de las más severas medidas de seguridad de toda Florida –aquí, a unos cientos de metros de la silla eléctrica- precisamente aquí son nuestras lágrimas sinceras. Estamos cerca de la Navidad. Pero para nosotros la logoterapia es la resurrección. Desde el Gólgota de Auschwitz se levanta, en esta mañana de resurrección, el sol del amanecer. ¡Qué nuevo día llega hasta nosotros!.
Como también me trajo a la cabeza a las cuatro protagonistas de otro libro reciente –“Yo he sobrevivido a un aborto”-, que coinciden en señalar que si lograron salvarse es porque Dios tenía alguna misión prevista para ellas. Esta obra es un ejemplo de esa “llamada” a hacer algo especial en la vida. Algo a lo qué dedicar su existencia, salvada milagrosamente.
En la trama del mundo, la vida de cada hombre es como un sendero, una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración pero, al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones. Es un camino en pos del sentido último de las cosas, en el que el hombre tiene que abrirse paso por sí mismo, tomar decisiones por su cuenta y luchar batallas por su propio brazo. Sintiendo en los ojos el reto de los colores y en el rostro la llamada de los vientos.
El sentido vocacional de la vida significa, por supuesto, que en el mismísimo punto de partida hay una propuesta paradójica: para llegar a ser uno mismo es preciso romper la soledad del ensimismamiento. Hay que tener el arrojo de aventurar la vida. Salir del propio caparazón, abrirse a Dios y a los demás: “Alguien me quiere en tus ‘te quiero’, …”, ha escrito el poeta Miguel D’ors. Porque estamos proyectados a ser “gente-llamada-a-estar-unida”. Sí, hay que asumir de manera personal el protagonismo de la propia vida; pero en primera personal del plural. De esa manera se evita el mirar a tientas, casualmente, sólo a la propia libertad. Un gurú americano de esos que enseña el manejo de las cosas para que le salgan bien al que las usa, afirma que “el mejor modo de predecir el futuro es crearlo”.
Hay que arriesgarse, hay que perder el miedo a vivir. Hay que lanzarse, como decía antes Stephen R. Covey. Lo decía también Juan Pablo II, al asomarse por primera vez al balcón de San Pedro, recién ser elegido Papa: “¡No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo!”. Y en ese amor de totalidad que Él nos pide están incluidos todos los demás amores humanos nobles que podemos tener en la tierra: a los padres, a la novia, a los hermanos, a los amigos, a la esposa y madre, etc.
Porque Dios es el co-protagonista estelar y socio mayoritario en la empresa de vivir apasionadamente. No se puede hablar del hombre sin hablar de Dios: si el Cielo se vacía, la tierra se llena de ídolos. Y hay que contagiar esa alegría de vivir, esa esperanza, a los que nos rodean. Para eso tenemos que saber hablar de lo que creemos y de por qué creemos. Que estamos aquí con un destino concreto, demasiado emocionante como para dejarlo pasar de largo. Como para no compartirlo a manos llenas.
Hay que ser optimistas, como lo eran los hombres de la Ilustración: pensaban que el espíritu humano tiene un poder enorme, que le hace ir siempre hacia delante. ¿No hemos suprimido la esclavitud, una vieja institución que hunde sus raíces en tiempos arcaicos y que sirvió de base a todo el modo de producción esclavista? ¿No se ha llegado a eliminar la pena de muerte en la mayoría de los países desarrollados? Oscar Wilde, que no era ningún revolucionario, decía que “la historia era un desembarco en sucesivas utopías”.
Si a esto le añadimos que Dios, que nos ha creado, es bueno, el resultado no puede ser verlo todo negro. Los problemas –nuestras limitaciones personales, que son reales-, están para ser enfrentadas y superadas. “Vivir es eso: estar todavía a tiempo”, comentaba el famoso guitarrista Narciso Yepes. Si nuestros antepasados se hubieran rendido, pensando en un destino ciego o sólo en porvenires negativos, no estaríamos nosotros aquí. No hay que amargarse la vida y pasar el tiempo sufriendo. Es preciso aceptarnos como somos, de frágil barro cocido. Tenemos que cambiar de actitud, pensando que hasta un objeto con un mecanismo tan sencillo tiene una gran utilidad para el hombre. Simplemente con cambiar de actitud, la vida puede ser feliz o ser un desastre. Si se puede vivir feliz, ¿por qué no hacerlo?
Hay que perder el miedo a vivir, aunque sea yendo en contra de la corriente. No hay que temer el mañana, como si sólo nos fueran a acontecer catástrofes. Hay que tener la mentalidad del corcho que, pase lo que pase, siempre flota. Por el río. Y, al final, como dice el poeta, “… todos los ríos van a dar a la mar”, y se convierten en océanos sin fin, anchos y plenos de vida. La muerte es el único pórtico de nuestra inmortalidad.
Autor Desconocido
FUENTE: Semillas de Vida
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