Había una vez, hace cientos de años en una ciudad de Oriente, un hombre que caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.
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No sólo es importante la luz que me guía a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.
Podemos alumbrar nuestro propio camino y también ayudar con nuestra luz a que otros encuentren el suyo.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas veces en lugar de ser luz y alumbrar a los demás, les aportamos nuestras propias sombras y les oscurecemos y dificultamos mucho más el camino.
Son las sombras del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento...
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